Memorias de la infancia
Érase una vez que yo era un niño como de siete u ocho años. No es que me sienta orgulloso haber sido niño. Eso no tiene mérito alguno. Pero, siento un poco de vergüenza porque era pequeño.
O sea que esto viene a cuento, porque era algo parecido a la hora de la cena.
—Ya se está haciendo tarde, dijo Angelín.
—¿Tarde para qué? —Preguntó el abuelo.
―Para comer.
—Comer, comer. No pensamos más que en comer. —Dijo el abuelo.
—Es que ya se ha puesto el sol. —Dijo Angelín.
—Vaya novedad. Todos los días se pone el sol.
—Todos los días se come. —Dijo Angelín.
—Eso no es otra cosa que un vicio. La barriga es como de una bolsa de goma. Cuanto más comes más se hincha. Pero, si comes poco, se mantiene recogida y con muy poco se llena.
—No mortifiques más al guaje. —Dijo María.
—Sí. Tú dale alas al chiquillo. Que a esta gente joven le das la mano y te cogen el codo. No se dan cuenta de que llevan una vida regalada. No saben lo que son las privaciones.
—Bueno, papá. No te pongas a sermonear. Que no vamos a misa por no escuchar sermones.
—No seas descarada, chiquilla. Bueno, pues vamos a encender el fuego. No sois capaces de sacrificaros un poco. Por pasarse un día sin comer no ocurre nada.
Separaron los hierros de la cocina y empezaron a meter leña dentro. Luego, con un trozo de periódico el abuelo encendió el fuego. María cogió el cántaro y echó agua en la cacerola.
—¿Qué vamos a hacer? —Pregunté curioso.
—Lo de siempre, fariñes.
La idea me entusiasmó, pues las fariñes son lo mejor del mundo.
—¿Por qué no fríes una cebolla y un poco de ajo? —Preguntó Herminia.
—Eso son cosas de gente rica. De gente que no sabe como gastar el dinero. —Dijo el abuelo.
—Pero, Claudia le echa a las fariñes un poco de cebolla frita con dos dientes de ajo. —Alegó Herminia.
—Pues se está dando aires de grandeza.
—Claudia dice que las fariñes sin un poco de cebolla frita no saben a nada.
—Aires de grandeza. Solo quiere impresionarte, como si fuera rica.
El pote tardaría bastante en calentarse.
Lentamente la luz exterior fue desapareciendo. Y las cabezas de la gente casi no se podían ver dentro de la cocina. Solo se veían bultos oscuros.
—Abuelo, enciende el candil. —Dijo Angelín.
—Enciende el candil, enciende el candil. No piensas más que en gastar.
—Es que ya no se ve nada, abuelo.
—Para lo que tenemos que ver, tenemos luz de sobra.
El abuelo cogió un pedazo de periódico y lo enrolló.
—Aparta el pote, María. Voy a encender el papel.
—El candil se puede encender con una cerilla, abuelo. —Dijo Angelín.
—Tú has leído muchas novelas. No sabes lo que vale una cerilla.
El abuelo encendió el candil con el papel de periódico y una luz amarilla empezó a brillar en la oscuridad. Las cabezas de la gente hacían sombra en las paredes y parecían como cabezas de gigantes. Que esos son gente muy grande, muy grande, que se come a los niños que se pierden en el bosque.
María iba echando poco a poco la harina de maíz sobre el agua hirviendo, mientras con la mano derecha revolvía el puchero para que no se hicieran pelotas.
Mientras María iba revolviendo las fariñes, todos iban hablando de una cosa o la otra. Mayormente cosas de esas que no se entienden. Son ese tipo de cosas que se hablan en voz baja, y el abuelo dice “cierra la ventana, que algún chismoso puede estar escuchando lo que decimos”. Y después de cerrar la ventana, dice, “cierra también la puerta. De nada sirve cerrar la ventana si no cierras la puerta.”
Y todos hablaban muy bajito. Y yo no entendía porqué hablaban así, y mi tía Josefina me lo explicó, “hablan en voz baja porque son rojos”. Y uno pues se va enterando de esto de los colores. Pues así de pronto pues no se nota nada que sean rojos, aparte de hablar bajo, pues van vestidos con ropas sin color alguno como cualquier otra gente. Y la boina del abuelo tampoco es roja, sino negra. De modo que la gente que habla en voz baja, pues es roja.
Luego, cuando las fariñes ya están hechas, pues sacan dos platos para echar la comida. Y uno es para el abuelo y el otro para mí, que soy el único niño. Y las fariñes están muy ricas, pero me echan una bronca porque estoy comiendo con la mano izquierda. Y no entiendo a que viene todo ese lío. ¿Qué más da con que mano comes? Pero, María insiste mucho en esto de que no puedo usar la mano izquierda para comer. Y como yo me niego, María me dice, “si comes con la mano izquierda van a pensar que eres un niño rojo.” Y entonces, pues no sé bien lo que pasó, tal vez fue por lo mucho que insistió María, de modo que al fin cogí la cuchara con la mano derecha.
Alguna vez he pensado si esta ocurrencia tuvo alguna importancia en mi vida. Pues si le contrarían a uno en sus tendencias naturales, pues digamos que se queda como un poco torcido, un poco como transmutado en otra cosa, digo yo.
Al terminar de comer las fariñes dejé a todos pasmados con mi entusiasmo lamiendo el plato. Todos me miraron con… “con ojos de lechuza” que dice mi tía Josefina. Que yo nunca he visto una lechuza en mi vida, pero esos son los ojos que pusieron todos al verme lamer el plato.
—¿Te has quedado con hambre? —Me preguntó María.
—No, que va! Pero así no tienen que lavar el plato. Que a Josefina no le gusta nada fregar los platos.
Todo esto os lo cuento, pues mi tía me pide que le cuente estas tipo de historias, de cuando estoy en casa del abuelo por el verano, y se muere de risa. A ella le encanta que sea un niño charlatán, y siempre me anda tirando de la lengua para que cuente otra vez alguna de mis historias. Y si me equivoco al hablar pues me corrige, y me dice cosas literatas como lo de los ojos de lechuza. Pues ella dice que cuando sea mayor seré un escritor chiflado. Así que cuando viene gente a la casa a probarse la ropa, mi tía me pide que les cuente alguna de las historias de mi vida en la casa de Bances. Y las visitas se mueren de risa y Josefina les dice “este niño está muy dotado para la comedia”. Todos están de acuerdo. Y ella añade, “de mayor, seguro que será un cómico o un chiflado de la farándula”. Y todos se ríen al ver la suerte que tengo.
Bueno, en casa del abuelo todos se quedaron pasmados con mi lamida del plato. Así que lo cogieron de nuevo para echar más fariñes y se las comió mi primo Angelín. Y así fueron comiendo todos, según el plato se quedaba limpio de comida, pues nadie dejaba nada en él.
Luego, se quedaron hablando de cosas de esas que se dicen en voz baja. Y alguien dijo “ya vienen por los pirineos”.
—Y ¿el periódico que dice? —Preguntó el abuelo.
—No lo hemos leído. —Dijo Herminia.
—Pues hay que leerlo. —Dijo el abuelo. —María, mira a ver que dice el periódico.
María cogió el periódico, se acercó a la luz de candil, y se puso a leer con voz fuerte como si fuera un cura echando un sermón.
—Baja la voz, —dijo el abuelo. —Que alguien puede estar escuchando detrás de la ventana.
María bajó la voz y decía cosas como “¡ya vienen!, ¡ya llegan! Ya están cruzando por los pirineos” Y dijo otras cosas que no recuerdo porque no las entendía.
Cuando le conté esta historia del periódico a mi tía Josefina, ella me explica que los Pirineos no son una carretera, sino unas montañas que hay por la parte que linda con Francia. Y me dice que María es una ignorante y que no sabe leer.
—Pero María estaba leyendo, —le dije. —Yo la vi leyendo.
—Sí, niño. Pero solo hacía que leía; pero ella no sabe leer. —Dijo Josefina.
—¿Seguro que no sabe leer?
—Nunca fue a la escuela. ¿Te fijaste si tenía el periódico al revés?
—¿Que es eso del periódico del revés?
—Que las fotos están con la cabeza para abajo.
—Pues estaba un poco oscuro y no vi ninguna foto.
—Y las letras grandes? ¿Te fijaste en las letras grandes? Las letras grandes estaban por la parte de arriba o por la parte de abajo?
—Pues no me fijé en eso.
—María no sabe leer porque no fue a la escuela. Nadie de la familia sabe leer, excepto tu primo Angelín que es el único que fue a la escuela. Es el sabio de la familia.
—Sí que lo es. —Le dije. —Siempre se trae una novela en el bolsillo y hasta le he visto leyendo. Se le ve moviendo los labios cuando lee. Es como si hablara en voz baja.
—¿Lee novelas?
—Sí, dice que son novelas del Far West.
—¿Del farwest?
—Sí. Le pregunté que era eso y me dijo que eran novelas de tiros.
—¿De tiros?
—Eso es lo que me dijo. Pero, tía. Eso que decían del periódico, “ya vienen, ya llegan” ¿qué significa?
—Son fantasías para darle ánimos al abuelo.
—¿Fantasías? Pero ¿quién viene?
—Se supone que vienen las tropas comunistas de Francia.
—¿Y para que vienen?
—Vienen a hacer otra guerra para echar a Franco.
—¿Y quien es Franco?
—Es el que manda y está en Madrid
—¿Y va a haber una guerra?
—No, eso es algo que se rumorea.
—¿Se rumorea? ¿Eso qué quiere decir?
—Rumorea quiere decir que la gente lo dice en voz baja. Pero ese tipo de cosas no las puedes leer en el periódico.
—¿Por qué no las puedes leer?
—Porque los comunistas son contrarios al gobierno.
—Y ¿quién es el gobierno?
—¡Ay, niño! Eso es muy complicado de explicar. ¡Es que lo quieres saber todo!
—Eso es porque soy niño.
—¿Preguntas porque eres un niño?
—Sí. Claro. Cuando sea grande ya no haré más preguntas, pues lo sabré todo.
—Nunca podrás saberlo todo.
—¿Por qué no?
—Porque no te cabe en la cabeza.
—Y ¿cómo es que no me cabe en la cabeza?
—No lo sé. Nadie puede saberlo todo.
—¿Y por qué?
—Porque tenemos una cabeza muy pequeña.
—Si tuviera una cabeza más grande, ¿podría saberlo todo?
—Solo si tuvieras la cabeza del tamaño de una casa de tres pisos.
—Quiero tener una cabeza del tamaño de una casa.
—No podrías moverte. La cabeza te pesaría demasiado.
Y ya en casa del abuelo, cuando todos hubieron comido, me mandaron a la cama. Y para subir por la escalera María cogió el candil, pues hay una tabla rota en la escalera, y no quieren que me rompa una pata al subir . Así, que me dejaron en la cama. Abajo en la cocina se quedaron hablando en voz baja, sobre la cosa esa de que “ya vienen, ya llegan, están cruzando por los pirineos.”
Y de ese modo me quedé dormido como un tronco, que es así como dice Josefina cuando me duermo bien.
Y si les gustó este cuento, otro día os puedo contar otro. Pues como dice Josefina, soy un charlatán y un comediante empedernido. Son palabras de mi tía que es muy refinada hablando.