EL RESTAURANTE
Laura se despertó con la neura depresiva. Entraba un tremendo sol por la ventana del dormitorio y se le hacía imposible seguir vagueando. Se despertó desanimada y su marido trataba de alentarla, según tenía por costumbre.
—Hoy vamos a tener un día horrible. –Dijo Laura, sin tomar la decisión de levantarse.
—No digas eso, mujer. Mira el sol tan lindo que entra por la ventana.
Laura no parecía muy convencida.
—Seguro que ocurre algo como ayer. Que se pone todo nublado. Ya sabes como se me pone la jaqueca en los días nublados.
Laura se levantó de mala gana y empezó a desperezarse. Aún llevaba puesto su pijama de seda sintética; esa que te dispara descargas eléctricas cuando lo tocas.
Por la puerta entreabierta del dormitorio se adivinaba la luz inmensa del salón que se desparramaba por el pasillo. Laura entró en el baño, se desperezó un poco y se mojó la cara con agua fresca. Luego se fue chancleteando hasta el salón. Allí, además del sol rasante que entraba por la inmensa cristalera, estaba todo un mundo de gente que Laura no reconocía.
Salón con amplias cristaleras que miran al jardín
Una señora mayor tricotaba alguna cosa. Dos señoras más charlaban de sus cosas sentadas en el sofá y, un poco más lejos, otra mujer de mediana edad leía con gran interés un periódico atrasado.
—¡Buenos días tenga la señora! –Dijo la mujer que leía el periódico. Pareció que usaba un ligero tono de burla.
Las demás mujeres del salón repitieron el saludo como un eco fiel. Un par de niños hacían equitación sobre el respaldo del sofá al tiempo que otros correteaban de un lado para otro y los dos más pequeños se arrastraban sobre la moqueta. Frente al televisor había otro par de niños que habían conseguido sintonizar un canal de videojuegos interactivos y estaban masacrando marcianos a duo. Estaban el la edad feliz de matar marcianos.
—Perdonen la pregunta. ¿Ustedes quiénes son? —Preguntó Laura.
—¡Ay! ¡Que memoria tiene la señora! Somos los de San Juan.
—¿De que San Juan me están hablando?
—San Juan el Intemerato.
Laura se quedó pasmada. No entendía una palabra.
—Y ¿eso que es? —Preguntó Laura.
—¡Ay, señora! ¡Cómo tiene la cabeza esta mañana! ¡Somos los del terremoto!
—¿El terremoto? ¿Qué terremoto?
La señora esta mañana tiene la cabeza en las nubes. ¡Qué terremoto va a ser! ¡El de San Juan! San Juan el Intemerato.
Estas fueron las palabras de la señora más culta. La que leía todas las mañanas el periódico.
Laura se sentía fatal con todo aquel sol que entraba a raudales por la cristalera. Y, luego, todos aquellos niños correteando por el salón, gritando le estaban irritando la neura. Pero, el griterío era más bien… como discreto, pues las señales medidas en el sonómetro de la casa, solo indicaban ochenta y cinco decibelios de nada con discretos picos de noventa y dos. Esto no era nada para unos niños acostumbrados a correr y gritar libremente por las laderas de una barriada sin asfalto ni cloacas. Pero, Laura tenía la neura un tanto destemplada. Ella era afortunada porque aquellos niños ya se habían adaptado a vivir en una casa tan fina y gritaban mucho menos. Cosa de siete o diez decibelios menos. Y es que aquellas paredes tan macizas y las cristaleras reflejaban bastante bien el sonido. Por lo que no sería extraño que los niños mismos notaran molestias en sus sensibles tímpanos y automáticamente moderaban sus gritos.
Uno de los niños pequeños vino gateando y se metió entre las piernas de Laura. Esta se cayó tontamente. Hacía ya mucho que no andaba con críos la pobre Laurita y había perdido casi todos sus reflejos. Al verse en el suelo, más que irritada, se sintió desvalida.
En esas llegó su marido Pablo por el pasillo. Llegaba tan fresco como siempre. Laura, desde el suelo, lo miró con irritación. No comprendía como aquel hombre podía ser siempre tan feliz.
—¿Quién es toda esta gente? —Preguntó Laura irritada.
—Nada, querida. Son los damnificados.
—¿Qué dices?
—Los damnificados del terremoto. Son buena gente. Fueron escogidos expresamente por tu amigo Paco para que no tuvieras problemas con ellos. ¿Recuerdas? Son los mejores.
—Pero ¿cómo vamos a vivir con tanta gente?
—Ya deberías estar acostumbrada. Llevan en la casa más de tres meses. Y seguirán aquí hasta que el gobierno les provea de una vivienda digna.
Laura se sentía muy extraña en su casa con tanto niño correteando por aquí y por allá. Y encima, su marido todo lo encontraba tan natural y tan aceptable… que nunca se enojaba por nada y parecía inmunizado contra todas las contrariedades. Ella, sin embargo, notaba que se le venía a todo galope la jaqueca y adivinaba que iba a tener un día fatal.
—¡Querida! ¡Querida! –Dijo Pablo– ¡Tienes una cara horrible! ¿Por qué no te das una ducha para exorcizar la jaqueca? Luego, podemos irnos a comer a un restaurante.
Laura no estaba en condiciones de discutir nada y se sentía mal. Pero, la idea de la ducha le pareció buena. Se fue por el pasillo hasta el cuarto de baño que tenía la puerta abierta. Al acercarse le llegó un hedor penetrante y Laura dijo “fooo”.
—“Lo siento, —respondió una voz desde el baño.– Estos días ando mal de vientre.”
Laura huyó de nuevo en dirección al salón lleno de niños que seguía fuertemente iluminado. Se dio cuenta de que los niños corrían alrededor de los muebles del salón. Estos muebles habían sido corridos hacia el centro por aquellas señoras para que los niños pudieran correr a gusto dando vueltas sin fin por el espacioso salón. Y se les veía tan sanos y tan activos que eran una gloria verlos.
Laura se echó las manos a la cabeza tratando de conjurar con ese gesto la llegada de la jaqueca. Pablo, al verla en aquel trance, la cogió tiernamente entre sus brazos. Al hacerlo oyó como una de las niñas le decía a la otra,
—Ahora va a besarla. Va a darle un beso en la boca. Mira. Mira.
—Te veo mal, Laura –dijo Pablo–. Deja la idea de la ducha y vamos al restaurante.
—Aún no me he duchado.
—No te preocupes. Con suerte, por el camino nos va a caer un chaparrón y te hace el mismo efecto que la ducha.
Laura se dejó convencer por las palabras siempre razonables de su marido. Eran como palabras mágicas. Con ellas, Pablo siempre conseguía hacer con ella cualquier capricho que se le pasaba por la cabeza.
Salieron de la casa y se fueron bajando por la escalera. Iban bien cogidos de la mano.
—Esto está muy oscuro. –Dijo Laura.
—Ya lo sé querida. Pero el ascensor está averiado. Todo es culpa del terremoto.
—¿Por culpa del terremoto?
—Sí. Pero, la parte buena es que caminando haces ejercicio. Y con esto reduces la celulitis que tanto te preocupa. Te vendrá muy bien el ir andando.
Cuando llegaron a la calle se encontraron con que estaba lloviendo y hacía sol al mismo tiempo.
—Imposible esperar mejores augurios, –dijo Pablo.
—¿Por qué? –preguntó Laura.
— Lluvia y sol. La luna está en la casa de Júpiter. –Dijo Pablo.
—¿…? –Preguntó Laura.
—Marte está saltando la tapia para entrar en el patio de Venus.
—¿Y eso es bueno?
—Lo mejor.
Laura casi mete su pie en un pequeño socavón y Pablo evitó la tragedia en el último segundo con gran habilidad. Y esto lo hizo a pesar de estar visualizando las diferentes posiciones astrales.
Marte saltando la tapia de Venus. Tal vez, estos planetas anunciaban expectativas concupiscentes. ¡Quién sabe lo que se les puede ocurrir a los planetas en un día como este! ¡Son tan proclives al pendoneo!
Laura iba por la calle con la frente levantada; iba cogida del brazo de su marido y aspiraba el aire dulce de la mañana. La jaqueca parecía haberse evaporado en la nada. Iba ella tan ufana con su pijama de fina seda… bueno, ya saben eso. Era una especie de pijama pantalón con amplias perneras. Las cuales se ponían a volar con la más ligera brisa; como faldas ingrávidas y descaradas. Y empezaron a caer algunas gotas. No era nada. Unas gotitas de muy poca cosa.
—Se me va a mojar el pijama, Pablo.
—Míralo por el lado bueno, querida. Así se descarga un poco toda esa electricidad estática que transportas.
Ahora, empezaron a caer gotas gordas como garbanzos que rebotaban y cambiaban de dirección con solo ver el tejido de seda de Laura. Era como si las esferas de agua se vieran repelidas por el campo electrostático. Pero, poco a poco, el tejido fue perdiendo la carga negativa y se fue mojando. En unos segundos, Laura se veía casi desnuda con su pijama mojado que se adhería a los lascivos relieves de su cuerpo.
—Esta es una idea horrible. ¿Y a donde dices que vamos?
—Vamos al restaurante.
—Pero, estas no son horas de almorzar.
—¿Qué importa eso, querida? Si llegamos tarde, no vamos a encontrar mesa.
Laura, de pronto, se dio cuenta que había una muchedumbre dispersa por la calle. Y todos iban en la misma dirección.
—Y esta gente ¿a dónde va?
—Creo que van todos al restaurante. Ya te dije que es un lugar excelente. Debemos darnos prisa, no sea que se nos adelanten y no consigamos mesa.
A Laura, todo aquello le parecía absurdo. Pero, las palabras de su marido parecían siempre tan lógicas que no podía rebelarse. Así que se vio chancleteando por entre los charcos de agua como una niña pequeña y traviesa.
El pijama de seda estaba empapado por la lluvia. Laura se sentía entre incómoda y desnuda. Por eso miró a la gente que iba por la calle, para ver si la miraban con ojos lascivos. Pero, no vio que nadie se fijara en su atractiva desnudez. Y eso le hizo temer que estuviera perdiendo todo atractivo erótico. Ni siquiera su marido, siempre tan insaciable, se fijaba para nada en su glorioso cuerpo pegado al pijama de seda.
Todo el mundo parecía concentrado en la marcha que llevaba. Sintió que su marido le obligaba a acelerar el paso. Todos iban a lo mismo. Era decepcionante.
—¿A donde va toda esa gente?
—Ya te lo dije, Laura. Todos van al restaurante.
—Pero, fíjate en mi pijama. ¡Está empapado!
—Solo está húmedo, Laurita.
—Y encima está lloviendo.
—Pero, mira que lindo luce el sol por aquella banda. En un momento se secará tu pijama.
—Es que me veo desnuda.
—Estás muy linda desnuda —dijo Pablo golpeándole discretamente los glúteos con la palma de la mano.
Ella sintió el efecto agradable del golpe. Notó una descarga eléctrica por sus centros placenteros. Se sitió muy confortada. Una leve ola de placer hizo vibrar todo su cuerpo. Se sintió mejor y notó que su marido le apretaba los hombros con su fuerte brazo. Se dejó llevar con paso ligero, a pesar de tener las chancletas empapadas.
Al llegar a un cruce, vio un arrollo inmenso de agua barrosa que corría por toda la anchura de la calle.
—Tenemos que cruzar por aquí —le dijo Pablo.
—¿Por aquí? ¡Que horror! Está lleno de agua
—Esto no es más que un agua de nada, Laura.
—Me voy a mojar las zapatillas.
—Ya las tienes empapadas. No te preocupes. Mira. Todo el mundo está cruzando por esta parte.
De nuevo, Laura tuvo que reconocer que su marido tenía razón en esto. Todo el mundo estaba cruzando la calle sin importarle el agua que corría.
A Laura no le gustaba seguir los gustos de la mayoría. Pero, estaba claro que ese restaurante debía ser un lugar muy interesante. No había otra explicación mejor para el raro fenómeno social.
El agua corría rápidamente por la calle y pasaba bastante mas alta que el tobillo.
—Me estoy mojando, –dijo Laura.
—No son otra cosa que baños de pies. Muy sano para la circulación.
Laura sentía con cierta irritación que su marido todo lo encontraba soportable. Ella era más propensa a rebelarse contra los elementos, las imposiciones y las modas sociales. Pero, su marido siempre la llevaba dulcemente al huerto de su propia mansedumbre. Todo lo encontraba bien y tenía siempre razones muy lógicas para explicar las situaciones más absurdas e intolerables.
Por fin cruzaron la calle convertida en arroyo y se vieron de pronto ante un portero vestido con un bello uniforme verde fosforescente. Estaba hecho con un grueso tejido de lana y tenía las solapas cosidas a doble paño. Estas iban cruzadas con amplitud y lucían unos grandes botones dorados que reflejaban la luz del sol. Éste surgía en este momento exacto en un claro de las nubes para anunciarles de modo milagroso que habían llegado al restaurante.
La luz reflejada por los botones deslumbraba la vista. Pero, esto no impidió que Pablo se fijara con cierta envidia en unas cuerdas muy gruesas de seda roja que colgaban de las hombreras del portero. Y para terminar, su atención se concentró en las gruesas borlas que le daban fin y colgaban de los aquellos cordones. Se parecían a esas borlas que usaba antaño la aristocracia para tocar la campana y así llamar al servicio.
Con su traje verde de lana, el portero reflejaba en su cara una dignidad insospechada. Mantenía su rostro con la frente alta, como mirando al futuro, y mostraba su amplio mentón protuberante. Conseguía realzar su innegable dignidad con una panza de llamativas dimensiones que se extendía desde la púdica entrepierna hasta el mismo cuello.
–Ya ves lo bien alimentado que está el portero, –dijo Pablo–. Si este restaurante fuera tacaño no sobraría nada para darle de comer al portero. Y los empleados se verían famélicos y demacrados. Esto nos indica que se trata de un restaurante con mucha abundancia y mucha calidad.
El portero señalaba con su brazo extendido a una escalera sin decir una palabra. Pues, al parecer, tenía instrucciones de la dirección de permanecer en esa postura inmóvil para no descomponer su imagen solemne.
La gente que llegaba allí tampoco precisaba de más explicaciones. Se entendía perfectamente que habían de subir por aquella estrecha escalera de hormigón. Era una escalera muy empinada y flexible que se encontraba libre de toda obstrucción material por ambos lados. Imagino que se hizo así con el fin de que oscilara libremente en el vacío. Y según la gente subía por ella se generaba un suave balanceo como si fueran en un buque. Algunos sentían que se mareaban. El marido de Laura la empujó tiernamente para que se decidiera a subir por aquella escalera. En muchos tramos no tenía barandilla protectora y en otros había a modo de barrera unas tablas provisionales de esas que se usan en la construcción, pero que no inspiraban mucha confianza. Daba la impresión de que si las tocabas con poca delicadeza se podían caer al suelo en cualquier momento sobre la gente que llegaba debajo.
Pablo y el resto de la gente subían y subían por la escalera que parecía interminable. Se veía mucha gente por la parte de arriba y a la otra que llegaba desde la parte de abajo. La escalera se balanceaba como dije. Y era tal la armonía de este balanceo que debía ser una obra maestra de la arquitectura. No sería descabellado imaginar que a este lugar tan singular llegaran de visita los estudiantes de arquitectura de todo el mundo para admirarse de la obra y sacar fotografías. Así podrían decir con orgullo justificado: Yo estuve en la escalera oscilante del famoso restaurante Metrópolis.
—¿Cuánto falta para llegar? —Dijo Laura jadeando.
—No puede faltar mucho.
Las palabras de Pablo confortaron a Laura. Su marido casi siempre tenía razón. Incluso cuando le atacaba una de aquellas horribles jaquecas. Con sus habilidosas manos él le hacía unos certeros masajes en las sienes, o sobre los glúteos mayores, que cambiaban por completo la desgana por un impetuoso deseo.
Hace un momento decía que no y en cosa de dos o tres minutos, sin saber como, Laura decía que sí. Era todo un brujo.
Pablo no le entraba hasta que ella se lo rogara con insistencia. La jaqueca, con este tratamiento, solía desaparecer de un modo milagroso.
Por fin, Laura y Pablo llegaron al final de la escalera. Esta terminaba en un puente a la izquierda que conducía a una entrada cavernosa. Allí, una mujer muy pequeña y gordita hacía unos gestos al estilo japonés y decía unas palabras que sonaban como chino mandarín. Al tiempo que les hacía señas con la mano para que avanzaran por el largo pasillo.
El pasillo estaba inclinado en rampa de modo que no hacías otra cosa que bajar y bajar. Pero, todos iban muy bien dispuestos y no se preocupaban por la escasa luz que lo iluminaba. Después de muchas vueltas, aparecía una pared con un gran cartel que decía “Entrada al Restaurante”. Y debajo del cartel había una puerta. Ésta era muy peculiar; era tan pequeña que escasamente tenía un metro de altura. Laura vio los esfuerzos que hacía un gringo rubio y alto, de complexión robusta, para pasar por aquella estrecha puerta. El gringo se encogió y se retorció con tal habilidad que consiguió pasar. Laura pensó, con razón que, si conseguía pasar por allí el corpulento gringo, ella no tendría ninguna dificultad para hacerlo. Y se acurrucó de inmediato para pasar. Pablo se sintió aliviado al ver que no tenía necesidad de darle instrucciones para pasar por aquella puerta.
Una vez que hubieron pasado se vieron en un gran patio de estilo español. Pablo, que no era experto en arquitectura, creía saber que aquello era un patio español. No sabría dar razones del porqué. Era un instinto, quizá. Había una enorme palmera tropical plantada en un gran barril, debía ser la famosa palmera española del Guadarrama, y el suelo estaba pavimentado con losetas grandes de basalto. Noble basalto español, sin duda alguna. Esto por si solo ya era un detalle que le daba una gran categoría al patio. En la pared, una flecha indicaba la dirección probable del restaurante.
Luego llegaron al punto donde existía una valla para el control ordenado del acceso al comedor. Este debía ser lugar, sin duda.
—¡Que pasen diez más! —Dijo un sujeto con pinta de camarero.
Éste no tenía la camisa muy limpia y se podía ver claramente que tenía unas manchas de vino y otras de aceite. Además, por la zona de la panza se podía ver toda una tonalidad grisácea de origen mal determinado.
El paso estaba cortado por una barrera de control. Esto ya lo dije. Pero se trataba de una barrera tan singular que solo te imaginas pueda existir otra igual en un restaurante tan deseado como éste. Era una barrera ecológica. Construida con un seto de plantas vivas. Estaba hecha con arbustos de boj bien recortados y mezclados sabiamente con piracantas y hiedras. Todo quedaba revuelto con un arte un tanto ácrata y despendolado. A la mayoría de los que llegaban se les veía en sus caras que estaban impacientes por entrar al comedor. Los más, siendo de complexión atlética, no dudaban en saltar fácilmente por encima de la valla protectora que tenía poca altura. Pero, Laura nunca fue muy buena en deportes y se vio cortada en sus deseos de pasar al otro lado saltando. Por fortuna, Pablo estaba al tanto de todo y vio la manera de pasar el seto sin necesidad de saltar. Era un hueco apenas insignificante. Pero, si te arrastrabas hábilmente por el suelo podrías pasar fácilmente al otro lado. Pablo se sentía capaz de saltar el seto, pero se quedó al lado de Laurita por pura solidaridad conyugal. Y de este modo, fue como entró arrastrándose por el suelo después de pasar ella. Laura se veía muy feliz. Hacía tanto tiempo que no hacía una cosa igual. ¡Que placer, arrastrarse por el suelo! Era como volver de nuevo a la tierna infancia.
Entrando al comedor, los esposos se encontraron con una dama gruesa que les cortaba el paso . Tenía todo el aspecto de ser la cocinera o, tal vez, era la ayudante misma de la cocinera. Un gran personaje. Se la veía con el delantal todo pringado de aceite y se cubría la cabeza con un paño bastante sucio por los vapores de las fritangas.
La señora, al ver que traían las manos vacías, con tono hosco les pregunto:
—¿Dónde están las viandas?
Ellos se quedaron perplejos, pues eran unos ignorantes en lo que respecta al tema este de los restaurantes. Por eso habían llegado hasta allí y no habían traído nada.
La señora impaciente les gritó diciendo:
—“Fuera! Fuera! Dejen paso a la clientela.”
Pablo, sintió que tenía derecho a hacer alguna pregunta.
—¿Que nos aconseja, la señora, que hagamos?
—Vuelvan al punto de partida y traigan algo de comida.
Laura se sintió muy contrariada. Pero, Pablo razonó con una sonrisa diciendo que toda la culpa era solo suya. Pues no había tenido la precaución de venir bien provistos para el viaje. Luego abrazó a Laura con su brazo poderoso para compensarla de aquella decepción. Ella sintió la fuerza de su brazo y se calmó un tanto de su irritación.
—Es natural, Laurita. En este restaurante es muy importante y necesario respetar las normas. Si no fuera así, el mundo se hundiría en la anarquía.
Pablo aceptó la situación con una resignación inteligente. En un lugar tan solicitado no podía uno a venir con exigencias. Y se dirigieron de nuevo hacia la barrera ecológica. Pero ésta estaba, en estos momentos, ocupada con toda una muchedumbre de hambrientos que saltaban alegremente por encima del seto. Y cuando miraron a la parte baja vieron que todos los huecos posibles estaban ocupados con la gente menos deportiva que reptaba con gran afán para entrar en el comedor.
Decidieron tomarse las cosas con paciencia y se dispusieron a esperar a que el seto se viera libre de tanto hambriento pugnando por entrar. Estaba a la vista que el camarero, el que mantenía el orden cuando ellos entraron, ya se había retirado de su puesto. Es por eso que el lugar se había sumergido en un estado de anarquía lamentable.
Para calmar los nervios de Laura, Pablo le daba discretas palmadas en las nalgas con su mano. Ella sentía como se expandían por su cuerpo oleadas de corrientes placenteras. Por otra parte, el pijama de Laura estaba ya totalmente seco y se estaba cargando de electricidad estática. Esto hacía que el tejido de seda se comportara como una barrera flotante e inmaterial. Gracias a estas propiedades, Laura podía sentir sobre los vellos de su piel hipersensible las más leves corrientes de aire que ascendían por sus muslos. Esto la excitaba mucho y le hacía sentirse completamente desnuda. Esta sensación se incrementaba mucho en ciertos días privilegiados; sin que ella pudiera explicar el por qué de estos fenómenos atmosféricos. Sabía Laura que, en cualquier momento, uno de aquellos clientes atléticos que saltaban la barrera se iba a percatar de la plenitud de sus muslos; no plenamente a la vista pero tan cercanos al tacto de una mano intrépida. Una mano que tuviera el valor de perder la compostura y la decencia; en un momento de esos que luego resultan totalmente inexplicables. Laura sentía que algo podía pasar en cualquier momento.
Hubo un momento en que Laura entrevió un destello de lujuria en los ojos de un joven que se arrastraba bajo el seto. Creyó ver que la miraba desde el suelo de un modo lascivo y esto aumentó su excitación. Pero el joven, al parecer, supo controlar sus bajos instintos con firmeza. Y al incorporarse se fue directamente a la cocinera que cerraba el paso a todos con su inmenso cuerpo y sus brazos potentes. El joven le entregó unas chuletas de vacuno y unos chorizos parrilleros y se fue raudo a ocupar sitio en una mesa. Laura se dio cuenta que todos traían algo para la cocinera. En lugar de carne vacuna, unos traían gallinas o conejos. Y también traían botellas de vino. Pero, había gente que traía botellas de champán. La gente más modesta traía su tartera de aluminio con los ingredientes justos para hacer una tortilla de papas. Los clientes llegaban todos bien provistos y se notaba que no habían dejado nada al azar de la improvisación.
Pablo, a pesar de su ingenuidad y de su falta de precauciones, tenía una paciencia infinita y estaba dispuesto a esperar todo lo que fuera necesario. Estaba dispuesto a rehacer todo el camino hasta su casa. Entraría en ella, tomaría todo lo necesario de la despensa y volvería a este lugar. Quería disfrutar de las delicias de un restaurante tan prestigioso como este. Por nada del mundo se perdería esta experiencia.