Charla en el ‘parlatorio’.
Jueves, 5 de Abril, Año 75 de la Nueva Era
Al salir del restaurante el aire frío les abofeteó el rostro, robándoles el calor de las mejillas que habían acumulado. Esto animó a Johny a preguntar algo.
— ¿A dónde dices que vamos?
— A un parlatorio.
—¿Qué es eso? Preguntó Johny en voz baja.
—Es un lugar para hablar.
—¿Un lugar para hablar? Que cosa más rara.
—No es tan rara. Alguna gente… necesita hablar.
—¿Es que no ven la tele? Todo el mundo tiene una.
—Sí, la tele te habla a ti. Pero no puedes preguntarle nada a la tele.
—¿Y para qué sirve eso de hablar?
—Para solucionar problemas. Supongo que estás preocupado por tu situación.
—Sí, claro. ¿Tú puedes ayudarme?
—Puedo darte algunos consejos.
—¿Consejos?
— Ya dije que quería ayudarte.
—¿De que manera?
—Espera un poco. En la calle no se puede hablar. Las cámaras ya nos pueden haber detectado como sospechosos.
—¿Nos han detectado?
—En cualquier momento pueden llegar los helicópteros y nos llevan.
—¿Por qué?
—Por escándalo público.
—¡Oh!
—Mejor será si nos callamos.
Llegaron al lugar con un rótulo que decía, “Parlatorio francés”.
Poca gente se puede permitir el gasto de un parlatorio. Para la mayoría este lugar no existe, ni han oído hablar de él. Lo poco que sé de los parlatorios fue algo casual. De modo que no voy a entrar en detalles.
La institución del parlatorio fue muy discutida hace años. Y al final se aprobó pese a que algunos consideraban indecente que dos personas se reunieran en privado para hablar. Eso iba contra las buenas maneras de la sociedad transparente que se había creado. Los contrarios al parlatorio alegaban que el ciudadano no debe tener conversaciones privadas. Que un lugar semejante puede ser un refugio para terroristas y enemigos del estado. Otros decían que un parlatorio no aportaba nada al equilibrio de la balanza comercial.
Y los partidarios hablaban de la utilidad de tal institución para la estabilidad emocional de una minoría que necesitaba parlotear con cierta libertad. Se citaron otras razones a favor y fue aprobado.
Desde que se había proscrito la libertad de palabra y pensamiento, se creyó oportuno tener bien controlados a los logorreos, como llamaron a los que son propensos a hablar o formar grupos de habladores. La prohibición de palabra y pensamiento, se justificaba por el potencial subversivo que pueden tener las palabras.
La plaga del parloteo, no es que sea universal. Algunos, probablemente somos portadores de un gen que nos hace parlanchines. Yo mismo debo ser portador del gen del parloteo, o no estaría escribiendo en estos cuadernos.
Gracias a estos locales públicos no tienes que molestar a nadie con tus manías parlanchinas. Además, poca gente soporta a los parlanchines.
Fidelio y Johny entraron al hall del parlatorio. Había unas mesas con sillas acolchadas y muchos parlatines de alquiler estaban reclinados perezosamente en los sillones a la espera de clientes. Los parlatines les echaron una mirada interesada y su mejor sonrisa. Uno de ellos se aproximó a los recién llegados. Se acercó a Fidelio, le tocó en el hombro y preguntó,
—-¿Quieres charlar, guapo? Tengo una buena charla.
—No, —dijo Fidelio con aplomo.
—Otro parlatín se había acercado a Johny.
—¡Que jovencito es! Se le nota que que le hace falta un buen parlamento.
—Venimos en pareja. —Dijo Fidelio.
—¡Qué lástima!
Fidelio echó un vistazo y vio que la sala 5 estaba libre. Se dirigieron a esta sala, evitando mirar a los parlatines profesionales. Fidelio pulsó un botón y se abrió una puerta. Pasaron a una antesala y se cerró la puerta tras ellos. La antesala era un espacio reducido, solo disponible a los efectos de identificación. Las cámaras les hicieron unas fotografiás y el ‘olfabot’ les aspiró los efluvios corporales de cada uno para completar la identificación. Fidelio introdujo su tarjeta de crédito en la ranura.
—¿Desea pagar a plazos o al contado? —Preguntó la máquina.
—Al contado, —respondió Fidelio.
La maquina devolvió la tarjeta.
El dispositivo de control abrió la cámara y entraron. Estaba muy bien iluminada. También estaba desodorizada con moléculas de ozono para que borrar las trazas olorosas de la ocupación anterior.
—Elige de que lado te quieres echar.
—¿Por qué?
—Porque vamos a tomar rayos UVA. Y la forma apropiada es hacerlo echados.
—¿Echados?
—Claro, ¿ves esa lámpara? Cuando apriete este botón bajará a cierta altura y nos dará un baño de rayos UVA.
—¿Qué eso eso de los rayos UVA?
—Vamos a ver si me explico. Esto es como tomarse un baño de sol artificial. El sol del mundo exterior es cancerígeno para la piel. Pero estos rayos no.
—¿Y para que sirven los rayos?
—Son tonificantes y rejuvenecedores.
—¿Y eso que quiere decir?
—Pues, verás. Tienes muy mala cara, ¿lo sabes? Debido a lo que te ha ocurrido, te sientes mal, y tienes una cara horrible. De un feo tono amarillento. Bueno, pues estos rayos te cambiarán la cara y ya no parecerás un acusado convicto.
—¿Me cambiarán la cara?
—Estos rayos borrarán ese color amarillento de tu la cara. Parecerás un estudiante de clase superior que viene de jugar al fútbol.
—Entonces… si con estos rayos no se me nota que he sido acusado y condenado… pues es un gran invento.
—Realmente lo es. La gente de clase superior, toma baños de rayos UVA al menos una vez a la semana para parecer hermosos.
—Ya entiendo.
—Bueno, ahora tienes que desnudarte.
—¿Por qué? — Preguntó Johny asustado.
Johny nunca había estado desnudo en presencia de otra persona desde que era un niño pequeño en la escuela. Todo esto del parlatorio era demasiado para él y no sabía como comportarse.
—Uno se desnuda porque es la manera lógica de tomar los rayos UVA. Estos rayos darán a tu piel un agradable tono de color asalmonado. Tu cara quedará reluciente como cuando tenías quince o dieciséis años.
—Y ¿eso es bueno?
—Claro. Debes cuidarte, Johny. Debes tratar de parecer más joven.
—Y ¿eso para qué sirve?
—Todo el mundo prefiere un “retrainee” joven a uno viejo. Si tienes una apariencia más joven te darán trabajos placenteros.
—Entonces quiero ser más joven.
—Venga, desnúdate.·
Fidelio empezó a desnudarse. Desde que era niño en la escuela, nunca se había desnudado en presencia de otra persona. Según se iba quitando la ropa Fidelio lo miraba con interés. Johny tenía entonces unos dieciocho años. Y a pesar de su cara deprimente, y el mal color de su piel amarillenta, aún se le notaba algo de su casi perdida juventud.
—Te voy a poner crema protectora. Factor 10.
—Dijo Fidelio.
—¿Crema protectora? ¿Para que sirve?
—Es para bloquear una pequeña parte de los rayos UV.
—Fidelio cogió un frasco de crema y se puso a untar la piel de Johny.
—¿Qué haces?
— Untarte de crema.
—¿Y eso que es?
—Es extender la crema sobre tu piel con los dedos.
Johny sintió un ligero temblor
—Y ¿esto se puede hacer?
—Solo en privado. Puede hacerse porque estamos en este parlatorio. No puedes estar a solas con nadie, salvo en lugares autorizados.
—Siempre a la vista, siempre seguro. —Johny recitó el conocido refrán.
—No te puedes ocultar al ojo de Dios. —Respondió Fidelio con otro refrán.
—Eso es.
—No te puedes reunir con nadie en un cubículo, se trata de un espacio unipersonal. —Este era otro dicho de los tiempos.
—Claro, si dejo entrar a alguien en mi cubículo se disparan todas las alarmas.
—Pero aquí podemos hablar con toda libertad.
Fidelio iba untando de crema protectora el cuerpo de Johny. Y el muchacho tuvo unas reminiscencias de la escuela. Era un niño pequeño y estaban en una playa ventosa en alguna parte. La maestra iba untando a los niños con una crema protectora contra el agujero de ozono.
Fidelio pensó que Johny estaba ensimismado.
—¿Esto te agrada? ―Preguntó Fidelio.
—¿El qué?
—La sensación de mis dedos al tocar tu cuerpo con la crema.
Johny tardó varios segundos en responder.
—Sí. Es algo muy extraño.
Fidelio fue untando a Johny de crema. Un temblor casi imperceptible hacía vibrar todo el cuerpo de Johny.
—Date la vuelta. ―Dijo Fidelio.
—¿El qué?
—Que te des la vuelta. Te voy a untar de crema por detrás.
Johny se dio la vuelta y Fidelio frotó con crema de un modo meticuloso por la espalda.
—Ya está.
Ahora me tienes que untar de crema a mí. Es para protegernos de los rayos UVA.
Johny se sintió un tanto abochornado ante esta tarea. Era la primera vez que se veía tocando el cuerpo desnudo de otra persona. Hasta ese momento solo se había tocado a sí mismo, explorando un poco su cuerpo. Tenía una sensación de extrañeza infinita. Y eso le producía nerviosismo. Un nerviosismo como en la escuela cuando no sabes cual es la respuesta a una pregunta y no te atreves a decir algo por temor a equivocarte. Sintió un extraño mareo y empezó a fallarle un poco la vista.
Al acabo de un rato, Fidelio dijo,
—Toma Johny, ponte estas gafas.
—¿Para qué?
—Para proteger la vista.
—¡Oh!
Se pusieron las gafas.
—Ahora tenemos que echarnos.
—¿Dónde?
—En estas colchonetas.
—¿Para qué?
—Para tomar los rayos UVA. Fidelio apretó un botón.
—Fidelio se echó en la colchoneta y luego Johny hizo lo mismo.
Los sensores captan que los clientes estaban ya echados y se activó un mecanismo y las lámparas bajaron hasta ponerse a unos 50 centímetros de altura sobre sus cuerpos. Y en ese momento que se encendieron las lámparas.
—¿Que te parece esto? —Preguntó Fidelio.
—Es muy raro.
Estuvieron en silencio durante un minuto y medio.
Al cabo de un rato Fidelio rompió el silencio.
—No deberías preocuparte por tu caso.
—¿No debería preocuparme?
—Creo que puedo ayudarte.
—¿Cómo puedes?
—Ya te contaré. ¿Con qué empresa has firmado?
—HumRes, Inc.
— Es muy buena.
—Sí, pero tienen que sacarle rentabilidad al producto.
—Sí, claro. ― Dijo Johny sin pensarlo. ―La rentabilidad.
—Hoy día todo gira sobre la rentabilidad del producto.
—¿Y cual es el producto?
—El producto eres tú, Johny.
—¿Yo soy el producto?
—Sí, eso debería llenarte de orgullo.
—¿Llenarme de orgullo? ¿Por qué?
—Pensar que vas a ser un producto rentable que produce beneficios.
—No se me había ocurrido tal cosa. Nunca me vi a mí mismo de ese modo.
—Ya sabes lo que pasa. Tras la balanza de pagos, la palabra clave es la rentabilidad.
—La rentabilidad, sí, claro. Eso tiene mucho sentido.
—Todo tiene que ser rentable. Los mismos excrementos no creas tú que se tiran sin más. Sino que se procesan para hacerlos rentables.
— ¿Los excrementos? ¿Son rentables?
— Claro, Johny. Y no solo son rentables los excrementos. Tras la muerte, los cadáveres se procesan para hacer fertilizantes y cremas nutritivas.
— ¿Los cadáveres? ¿Eso que es?
— Cuando te haces viejo, pierdes casi toda tu rentabilidad. Por eso se dice que estás amortizado. Y eso quiere decir que ya eres un cadáver. Por lo que te envían al centro de proceso y recuperación.
— Y ¿qué decías que hacen con eso?
— Fertilizantes y cremas nutritivas.
—¿Cremas nutritivas?
—Sí. Eso que se untan las mujeres en la cara. No puede desperdiciarse nada. Es cosa de la ecología.
—¿La ecología? ¿Qué es eso?
—No lo sé. Entre los congresistas que visitan a sir Alex, hay unos pocos hablan de la “ecología”. No sé exactamente lo que es pero tiene que ver con el reciclado de los cadáveres.
—Oh. El reciclado de…
—Palabra abstracta.
—A veces, la tele habla de la rentabilidad de los bonos y los valores.
—Sí, claro. Todo gira en torno a la rentabilidad y el ahorro de los recursos.
—Nada de todo esto me gusta.
—¿No te gusta? ¿Por qué?
—Me da la impresión que algo está mal. Ya ves mi caso. ¿Cómo puedo creer en un sistema social que me envía a la esclavitud?
—Hombre, no hables así. Todavía queda gente altruista.
—¿Altru… altru, qué?
—Altruista.
—Y ¿eso que es?
—Altruista es un… un adjetivo. Viene de ‘altruisme’. Una palabra del viejo mundo. Con-cre-ta-mente, ―dijo Fidelio dándose importancia con esta palabra rara,― esta palabra viene del francés, una lengua muerta.
—Lengua muerta. ¿Qué significa eso?
—Que ya no existe.
—Pero ¿qué significa eso?
—La palabra significa… creo que es ‘afecto por otra persona’.
—¿Otra persona? No entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Es muy simple. Altruista es alguien que ‘se preocupa’ por los problemas de ‘otras personas’. En lugar de preocuparse en exceso por la rentabilidad y el equilibrio de la balanza de pagos, la gente ‘altruista’ se preocupa por los esclavos. Y su preocupación le lleva a descuidar sus propios intereses.
—¿Es eso posible?
—Sí, claro. Pero, ellos tienen a su favor que son ricos.
—¿Entonces los artistas son ricos?
—Claro. Si uno es una persona corriente y moliente, como tú o como yo, no hay modo de que podamos ser altruistas.
—O sea que no podemos ser altr… tuistas.
—¿Cómo podrías ayudar a los esclavos si apenas te puedes ayudar a ti mismo?
—No sé. Nunca me he parado a pensar en estas cosas tan raras.
—Es muy simple, Johny. Tienes que trabajar diez horas al día, luego debes pasar por el gimnasio para sudar tu cupo diario de ‘ergometría’. Eso te lleva al menos cuarenta y cinco minutos sudando fuerte. Y cuando llegas a tu cubículo ya estás agotado. Y solo deseas ver un rato la televisión antes de dormirte.
—Es cierto.
—Lo último que se te pasa por la cabeza es preocuparte por los problemas de los otros. Además… cada uno tiene la obligación de descansar bien, para volver al trabajo al día siguiente con nuevas energías.
—Esa era mi vida.
—Pues, bien. Ya lo ves. ¿Cómo podrías ser altruista?
—¿Al-tru-ista?
—Sí, claro. ¿Cómo podrías ayudar a otra persona?
—Me parece que no tendría tiempo. Que estaría muy cansado.
—Exactamente. Por eso todos los seres altruistas son multimillonarios. Y claro, ellos si que pueden. Simplemente, por cambiar de rutina, de vez en cuando dejan de trabajar un rato y se ponen a ayudar a la gente necesitada.
—¿Ayudan a los necesitados?
—Naturalmente. Si no fuera por ellos ¿quién lo haría?
—No sé.
―Por eso, algunos ricos son altruistas. No todos, claro.
―Cuantas cosas sabes, Fidelio. Pero me cuesta entender lo que dices.
―Es lógico. No posees mucha información sobre el mundo.
Estuvieron callados unos veinte segundos.
―¿Cómo puedes ayudarme? ―Preguntó Johny.
―Digamos que conozco una persona altruista. Una persona que tiene una simpatía natural por los esclavos.
―¿Qué tiene simpatía por los esclavos?
―Eso es. ¿Has estado alguna vez en una subasta de esclavos?
―No. Nunca me interesé por esas cosas.
―Bien. Alguna gente se interesa mucho por el bienestar de los esclavos, por el trato que reciben y por su educación. Debido a que tienen mucho dinero, algunos tienen varios esclavos en su casa. Los suelen usar como adorno o decoración de sus palacios o como ayudas de cámara. Se dice de algunos altruistas que tienen un esclavo que duerme con ellos en su misma cama.
―¡Qué cosa más horrible! ¡Dormir con otra persona en la cama!
―Algunos no se extrañan de eso.
―¿Es eso cierto?
―No lo sé. Igual no es más que una leyenda.
―Y ¿qué es una ley-en-da?
―Algo que se dice… pero no se sabe si es cierto o falso.
―¿Algo que se dice? ¿Cómo el tabaco?
―Exactamente. Existe una leyenda sobre el tabaco.
―¿Es una leyenda, entonces, el tabaco?
―Algunos… son muy pocos, hablan en voz baja sobre el tabaco. Dicen cosas increíbles, pero nadie sabe si el tabaco existe o no.
―¿Nadie lo sabe?
―Yo no lo sé. Los que leen los informes del VIGI lo sabrán. Por ejemplo, si alguien un día te ofrece tabaco, en una calle mal iluminada de noche, y se te ocurriera comprarlo… no sabrías si eso que compras es tabaco u otra cosa. Y aunque lo huelas, no sabes realmente si ese es el olor verdadero del tabaco, o si hueles alguna otra cosa igual de venenosa.
―¿Otra cosa igual de venenosa?
―Podría tratarse de una simple fantasía. Podría ocurrir que el tabaco no existe realmente en ninguna parte de este mundo. Qué solo es es una leyenda. ¿Lo entiendes?
―Pero, he oído decir que hay vendedores de tabaco.
―No te puedes fiar de lo que te digan, Johny. He oído decir a un congresista en casa de sir Alex que esos vendedores son agentes de la policía.
―¿De la policía? ¿Por qué?
―Tratan de capturar a los terroristas extranjeros. Y a los seres descarriados.
―¿Los seres descarriados? ¿Qué seres son esos?
―Son seres que no respetan las leyes, Johny. Seres que no se preocupan, ni un tanto así por el equilibrio de la balanza comercial.
Estuvieron callados durante varios segundos.
―Tú no eres de esos, ¿verdad, Johny?
―¿El qué?
―No serás de esos que menosprecian el equilibrio de la balanza comercial.
―Yo? No sé.
―Eso te preocupa, ¿verdad, Johny? No serás de esos a los que les da lo mismo.
―¡No! ¡Qué va! La balanza comercial… esa… esa es una de mis… de mis mayores preocupaciones. No me deja dormir.
―Te creo, Johny.
Estuvieron callados durante minuto y medio.
Johny estaba inquieto por su futuro y preguntó,
―Dijiste algo de… no sé qué de los esclavos.
―¿A que te refieres?
―Esa gente rica, dijiste que son artistas.
―¿Artistas? No dije nada sobre los artistas.
―Sí que lo dijiste. Dijiste que los artistas tienen muchos esclavos, y algo sobre una cámara.
―¡Ah! Ya sé de que estas hablando. Te refieres a los al-tru-istas.
―Eso. ¿Qué dijiste de los artistas?
―No se dice artistas, sino al-tru-istas, Johny.
―Pues eso. ¿Qué dijiste?
―Que tenían esclavos en su casa.
―Dijiste que tenían simpatía por los esclavos y no sé qué sobre unos pedazos de no sé que.
―No son pedazos, Johny, sino palacios. Tienen palacios.
―¿Eso que es?
―Son palabras antiguas, Johny. La gente rica no vive en cubículos como tú o como yo. Sino que vive en algo llamado “pa-la-cios”. ¿Entiendes? Es una palabra antigua que ya no se usa.
―Una palabra antigua.
―Estos palacios son… como si se tratara de grandes oficinas comerciales, muy grandes y muy antiguas. Pero, en esas grandes oficinas, no trabaja nadie. Bueno, casi nadie. Solo los esclavos y los sirvientes del señor altruista viven allí.
―¿No viven en cubículos?
―No. Viven en espacios destinados a los sirvientes y esclavos.
―¿Y como son palazos?
―Los palacios son muy grandes. En el hall principal se pueden habilitar cientos de cubículos. Es por eso que se llaman “palacios” que quiere decir miles de cubículos. Se trata de una palabra de los antiguos.
―¿Tan grandes son esas cosas?
―No te lo puedes creer hasta que no ves uno.
―¿Y lo otro?
―¿El qué?
―Lo que dijiste de la cámara.
―¡Ah! El ayuda de cámara.
―¿Eso qué es?
―El ayuda de cámara… es un esclavo que acompaña al señor en su casa constantemente. Le ayuda a desnudarse, a vestirse, a bañarse… le frota la espalda en la ducha, y le ayuda en todas sus necesidades, incluso en el retrete. Algunos esclavos acompañan a su amo en los viajes por el extranjero.
―¡Oh! Que cosa más extraña.
―Hay diversas categorías de sirvientes y esclavos domésticos. Todos son muy apreciados por “il cognoscenti”.
―¿Qué es eso?
―¿Il cognoscenti? Esa es la gente que ‘conoce’ las cosas buenas de la vida, que tiene… ‘gustos so-fis-ti-cados’.
―¿Gustos so-fis- tocados? ¿Eso que es?
―Sí, eso significa… gustos de gente rica.
―¡Ah! Ya entiendo.
Estuvieron callados durante un rato.
―Dices que los sirvientes… ―Preguntó Johny. ―¿Los sirvientes son esclavos?
―Unos sí y otros no. Algún esclavo se ve obligado a ser un sirviente, o cualquier otra cosa. Pero, tan pronto como expira su plazo, se va del lugar para no volver más, si no lo obligan a volver.
―¿Y el sirviente?
―El sirviente es un esclavo personal voluntario, que no desea abandonar a su dueño. Se siente como sirviente, y desea servir a su amo de un modo fiel hasta que se cumpla su amortización. Después se llama al servicio de recogida y lo llevan al departamento de reciclaje y recuperación.
―Y los esclavos domésticos, ¿cómo son?
―Los esclavos domésticos son la elite de los esclavos. Algunos amos llegan a usarlos para sus placeres personales.
―¿Para sus placeres personales? Y ¿eso que es?
―Pues no sé exactamente lo que es eso.
Hubo varios segundos de silencio.
―¿Sabes por qué me ocurrió esto?
―¿El qué?
―Mi acusación de deficiente.
―No lo sé, Johny. Solo sabría hacer especulaciones.
―¿Especulaciones?
―Palabra abstracta, Johny.
―¿Abstracta?
―No se puede explicar.
―Entonces… si no se puede explicar por qué la usas.
―Cuando le pregunto algo a sir Alex, me suele responder “palabra abstracta”. Con eso ya sé que no me la va a explicar. O bien, será que yo no debo saber ese asunto que pregunto.
―Ya comprendo.
―Tu caso no es tan raro, Johny. Si observas la conducta de cualquiera, verás que se merece un periodo de reeducación.
―¿Cómo es eso?
―Todos nos merecemos un poco la esclavitud por un periodo de tiempo. Aunque solo sea para refinar un poco nuestros toscos modales.
―¿Todos?
―Todos padecemos defectos que la sociedad no tolera.
―No comprendo. ―Dijo Johny.
―Si se examina la conducta de cualquiera, verás que ha hecho lo mismo de lo que te acusan a ti.
―¿Por las mismas faltas?
―Más o menos. Puede variar un poco la cantidad de faltas.
―La cantidad.
―Eso es.
―Pero igual… lo tuyo ocurrió por cualquier tontería.
―¿Tontería como qué?
―Tal vez rechazaste un gesto de halago.
―¿Qué es eso, un gesto de halago?
―No sé como explicarlo. Es como cuando un jefe desea halagarte por tu buen trabajo. Te pasa la mano por la cabeza o te acaricia el trasero. Solo pretende felicitarte por tu trabajo. Con ese gesto, esa persona está premiando tu laboriosidad, y está halagando tu talento y tu trabajo.
―Y para qué lo hace?
―Para que mantengas tu buena conducta.
―¿Mi buena conducta?
―Claro, todos tenemos buena conducta. Depende de como se mire.
―No lo entiendo.
―Todos tenemos buena y mala conducta al mismo tiempo.
―Entonces, ¿por qué me ocurrió esto?
―No lo sé, Johny. A los jefes les agrada hacernos caricias. Nos pasan la mano por aquí o por allá, para demostrar que nos tienen afecto. Y más cuando eres joven. Los jefes se sienten más atraídos por los jóvenes.
―Bueno, a mí es que no me gusta eso.
―¿Qué es lo que no te gusta?
―No me gusta que me toquen los jefes. Bueno, en general, a nadie le gusta que lo toquen. Todos ponen muy mala cara si los tocas; especialmente las mujeres. Igual tengo algo femenino, porque tampoco me gusta que me toquen.
―En eso tienes razón. Esa resistencia ocurre más o menos entre iguales.
―¿Entre iguales?
―Eso es. Pero, la regla es diferente con los jefes. Nadie pone mala cara cuando un jefe te acaricia el culo, por ejemplo. Si pudieras ver sus caras verías que se quedan muy quietecitos, y disfrutan de las caricias de un ser superior.
―Bueno, pues esa parte que dices no la he visto.
―No suele ser algo discreto. Solo ocurre cuando te llaman a su despacho. Ningún jefe te acaricia en presencia de los demás. Para no provocar celos.
―¿Celos?
―Envidia. Si ves que el jefe manifiesta su aprecio por otro y lo halaga, sientes envidia. Eso son celos.
―Ya veo. No conocía esa palabra.
―La aprendí en casa de sir Alex.
―Quedaron en silencio. Luego…
―¿Sabes qué? Yo pensé que lo sabías todo.
―No, Johny. Solo sé algunas cosas más que tú, porque me muevo por otros ambientes de rango superior. Escucho algunas conversaciones de los congresistas y gente de alto rango que visita a sir Alex. Oigo sus conversaciones cuando les sirvo el té, aunque no debería poner atención a lo que dicen. Realmente, es muy poco lo que se entiende de sus conversaciones, pues parece que como si hablaran en un idioma extranjero.
―¿Por eso sabes tantas cosas?
―Bueno, también he viajado acompañando a Sir Alex. Pero no lo sé todo.
―¿Dónde has estado?
―En varios sitios de Europa. Hace unos meses acompañé sir Alex en un viaje de negocios a China. Yo me sentía muy orgulloso, pues llevaba el maletín de sir Alex con su computadora. Lo llevaba encadenado a mi muñeca.
―¿Le llevabas el maletín? ¡Qué cosa tan emocionante!
―Es un hombre muy rico. Y no tiene ningún sentido que un señor vaya cargando con su propio maletín. Sir Alex llevaba un séquito de seis personas en su viaje a Pekín.
―¡Cuantas cosas has vivido, Fidelio!
―Solo he tratado de ayudar en lo posible a Sir Alex.
Hubo un corto silencio.
―Estábamos hablando de mi caso. Dijiste que… alguien me acarició el culo. ¿Me puedes hablar de eso?
―Igual no te acarició el culo, sino el hombro. Igual te acarició la mano o la cara, para premiar tu buena conducta. Imagina que le gustaba tu cara y deseaba tocarla, pues eres muy joven. La piel de un jefe, ya entrado en años, no es tan suave como la tuya, pues la tiene arrugada. Le han salido algunas manchas en la piel y algunas verrugas. Pero tu piel es tersa y clara como la de una mujer.
―Ya. ¿Y para que me toca?
―¿El qué?
―La cara.
―Le agrada sentir su suavidad, le agrada verla. Al tocar tu cara es como acariciarse a sí mismo. Él era igual que tú cuando tenía treinta o cuarenta años menos.
―¿Era igual que yo?
―Claro. Todos nos hacemos viejos, Johny. Y al hacernos viejos… tenemos una falta; deseamos sentir afecto por nosotros mismos. Y para hacerlo, necesitamos acariciar a alguien joven.
―No lo entiendo.
―Acariciar a alguien más joven es como viajar en la máquina del tiempo. Al tocarte la cara, al acariciarte, al arrimarse un poco a ti, se están acariciando a sí mismos. Tu juventud es una imagen de la suya que se ha ido borrando según pasan los años.
―Es algo muy extraño.
― Sí que lo es.
Se produjo un rato de silencio.
―Johny, ¿cómo es la oficina?
―Muy estrecha. Estás harto de tanta gente que hay. Siempre debes moverte con cuidado para no rozarte con otras personas.
―Entonces, ¿no te gustaba estar en la oficina?
―No. Será por eso que… que no me importaba lo de la balanza de pagos.
―¡Por Dios, John! ¡No digas eso delante de nadie! Te pueden tomar por un blasfemo.
―¿Blasfemo? ¿Qué es eso?
―Es una palabra antigua, Johny. Blasfemo es el que dice algo contra las cosas sagradas.
―¿Las cosas sagradas?
―Sí. La economía, la balanza de pagos, la competencia internacional por los mercados, la ética laboral eficiente, la vida austera, el sacrificio personal. Hay muchas cosas sagradas.
―Siempre oí decir eso. Pero no entiendo lo que quieren decir.
―Nadie entiende de estas cosas, Johny. Es por eso que son sagradas. Si las entendieras, ya serían cosas corrientes como las albóndigas o el tecleo delante de una pantalla.
Estuvieron callados durante un rato.
Luego, Fidelio dijo,
―Entonces… no te gustaba estar en la oficina. ¿Y el gimnasio? ¿No te gustaba el gimnasio? Allí todos con el pecho al aire, sudando y haciendo ejercicio… ¿no te resultaba agradable?
―No. No me gustaba nada.
―¿Por qué?
―Los compañeros me miraban.
―¿Te miraban?
―Sí. Había gente me miraba… y yo me sentía extraño. Luego trataba de mirarme en el espejo para ver si padecía de alguna deformidad corporal, o si tenía alguna mancha en la piel que provocara tanta curiosidad. Pero nunca vi nada raro.
―O sea que te miraban cuando estabas corriendo en la cinta sin fin.
―Lo peor era en la sala de duchas. Yo agachaba la cabeza, para no ver que alguien me miraba. Pero al levantarla siempre había alguien que me miraba.
―Parece que no te agrada estar entre la gente.
―No sé. Yo estaba siempre impaciente para irme a mi ‘cubi’ y olvidarme de la balanza comercial y de la gente de la oficina. Por eso a veces no terminaba de hacer toda la ergometría.
―Y en tu cubi, ¿cómo te sentías?
―El cubi estaba muy bien. Es el ‘único lugar’ propiamente tuyo. Allí no tropiezas con nadie y disfrutas echado en tu futón viendo la tele. Cuando hace calor te quitas la ropa, y estás allí echado en el futón desnudo.
―Un poco como ahora.
―Sí.
―Y ¿no te molesta que yo te vea?
―No sé. Tú no me miras.
―Pero te he tocado para untarte la crema protectora.
―Es cierto. Pero es que este sitio es tan raro que… este sitio es diferente. Además, tú no eres de mi oficina.
―Ya veo.
Estuvieron callados durante medio minuto.
―¿Sabes una cosa, Johny? La gente antigua… no vivía como nosotros cada cual metido en su propio cubículo.
―¿Qué me dices? Entonces, ¿vivían en los árboles?
―Vivía en casas muy grandes. Casas tan grandes como tres o cuatro cubículos. Y no vivían solos. Sino que vivían amontonados los unos con los otros. Había tanta gente en esas casas, que hasta dormían varios en una misma cama, o en un mismo cubículo.
―¿Dormían varios en una cama? ¡Por el ojo divino! ¡Pues sí que eran unos salvajes!
―Sí. Con frecuencia había un hombre y una mujer metidos en la misma cama.
―¿Cómo podían soportar eso?
―Eran otros tiempos, Johny. La gente vivía como los animales.
―¡Pues sí que lo eran! ¡Un hombre y una mujer metidos en la misma cama!
―Esas maneras primitivas de vivir les trajeron grandes problemas, Johny.
―Ya me lo imagino. ¡Vaya forma de vivir! ¡Sin tener un cubi propio para poder uno relajarse! Eso tenía que darles muchos problemas a los antiguos.
―Seguro. Vivían todos muy revueltos. Tenían la casa llena de cachorrillos, y dormían varios niños en la misma cama. Los cachorrillos humanos se metían por todas partes, incluso en las camas de la gente mayor.
―¡Oh! ¿Cómo podrían dormir con niños en la cama?
―Recuerda que eran salvajes, Johny.
―Guardaron silencio durante un rato.
―Johny, ¿sabes de dónde vienen los bebés?
―¿Los bebés? ¿Qué son los bebés?
―Bueno. ¿Recuerdas los tiempos de la escuela? Había niños pequeños.
―Sí, había niños pequeños. Pero luego crecían y crecían y tenían que ponerse a trabajar duramente para equilibrar la balanza comercial.
―Pues los niños pequeños de la escuela empiezan siendo bebés.
―¿Empiezan siendo bebés? ¿Y cómo son?
―Son como niños muy pequeños. Hay un momento que son tan pequeños que caminan arrastrándose a cuatro patas.
―¿A cuatro patas? ¿Eso que es?
―¿No has visto nunca algún animal en la tele?
―Sí. Creo que he visto alguno.
―Habrás visto que tienen cuatro pies.
―Sí.
―Y los pies se llaman patas, en los estados rurales, como en Kentucky.
―¡Oh! Patas.
―¿Sabes de donde vienen los bebés, Johny?
―No. Imagino que los hacen en alguna fábrica.
―Casi aciertas. Se fabrican en el vientre de unas mujeres especializadas.
―¿Son verdaderas mujeres?
―No. Son seres diferentes a las mujeres trabajadoras. Ellas tienen una química distinta.
―¡Ah! Tienen una química. Es con esa química que hacen los bebes, claro. Todo lo complicado se hace con la química.
―Exactamente. Si les falta la química no pueden hacer bebés.
―No me imagino ninguna mujer de mi oficina fabricando un bebé. No tienen nada de química.
―Exacto. Ni las obreras, ni los obreros podemos fabricar bebés, porque no tenemos la química apropiada. Somos laboradores, no reproductores.
―Ya lo veo más claro. Todo viene de la química.
―Es algo más complicado, Johny.
―¿Más complicado?
―Sí. ¿Recuerdas cuando me untabas de crema? ¿Qué sentías?
―Ya te dije. Unas corrientes, unos temblores.
―Exacto. Eso es la electricidad, Johny. Los cuerpos humanos al hacer contacto producen descargas eléctricas.
―¿Los cuerpos humanos?
―Sí. Por eso vamos siempre vestidos, Johny.
―Será por eso cuando tocas a alguien te mira mal. Le has dado corriente.
―Eso es. Pero, lo que seguramente no sabes es por que hay gente… hay gente que necesita el contacto con otra persona.
―¿Cómo? Ah, pues no lo sabía.
―Existe algo muy antiguo, de cuando éramos salvajes, algo que no se ha borrado del todo en el fondo de nuestra mente.
―¿En el fondo?
―Es algo que llevaba a los seres salvajes, a los antiguos, a tocarse los unos a los otros. Como salvajes que eran les encantaban recibir corrientes eléctricas.
―Les gustaban las corrientes.
―Pero esas aficiones eléctricas los metieron en problemas.
―¿En problemas?
― Eso dio lugar a una gran explosión.
―¿Una gran explosión de qué?
―Una explosión demográfica.
―No entiendo.
―Eso quiere decir que el mundo se llenó de gente. Por eso ahora vivimos en cubículos. Miles y miles de cubículos todos apilados, unos encima de los otros. Cubículos adosados unos al lado de los otros, pero son cubículos que tienen la virtud de mantenernos bien separados para poder descansar del estrés diario.
―Ya entiendo. Para poder descansar de andar entre tanta gente en la oficina y en el metro.
―Eso es, Johny. Como dice el refrán, cada ‘humículo’ en su cubículo.
―¡Claro! ¿Quién querría compartir su intimidad con otro ser humano? ¡La sola idea produce repugnancia!
―Todo esto vino a causa de éramos muchos, Johny.
―Claro que somos muchos. Por eso tenemos horas diferentes para ir al trabajo.
No podemos transportarnos todos a la misma hora. Los trenes ya van abarrotados.
― Yo me refería a otra cosa, Johny. Debido a que somos muchos, ya no es posible que haya contactos entre entre los hombres y las mujeres.
―¿Contactos entre… ¡Qué idea tan repugnante!
―No te olvides que los antiguos eran salvajes. Y se reproducían como los animales. Para ello era necesario el contacto entre los hombres y las mujeres.
―¿Cómo podían hacer tal cosa? ¿No tenían problemas con el jefe de personal por infringir la etiqueta?
―No es que fuera fácil tener esos contactos. Pues ellas en general se oponían. Pero era algo bastante corriente.
―Y ¿por qué insistían en esos contactos?
―Tenían un instinto salvaje de reproducción.
―Y ¿eso qué significa?
―Pues no sé como… no sé como explicarte.
―¿Es una cosa abstracta?
―Más o menos. La cosa esa tiene relación con el hecho de que somos demasiados en este planeta.
―Y ¿por qué somos tantos? ¿Es que vino mucha gente de otro planeta porque su estrella iba a explotar?
―No. No es posible enviar a cientos de millones de personas por el espacio galáctico.
―¿No es posible?
―En la casa de Sir Alex les he oído discutir esas cosas. Y dicen que no es posible.
―Entonces ¿por qué somos tantos? ¿Es que las fábricas se excedieron en la producción de seres humanos? ¿Para que hicieron tantos?
―No, Johny. No fuimos los de la Nueva era los que hicimos tanta gente. Eso ya está controlado. Pero, ahora solo somos la quinta parte de la gente que había antes.
―¿Cómo? ¿De qué estás hablando?
―Que antes de… de la Gran Hecatombe, esto lo he oído en casa de Sir Alex, pero no sé lo que significa. Antes de esa cosa había cinco veces más humanos en este planeta que ahora.
―Y ¿qué ocurrió?
―No lo sé. Algo que llaman “la Gran Hecatombe”, pero no me he atrevido a preguntar. No cuentan muchos detalles sobre eso.
―No dan detalles.
―No. Pero, dicen que la culpa de todo la tuvo la explosión demográfica.
―¿Qué quiere decir eso?
―Que hicieron demasiados niños, Johny.
―Pero hoy día también tenemos muchos niños, sobre todo en la escuela. Yo mismo fui niño.
―Los niños los fabrican las mujeres reproductoras. Hay solo una cantidad limitada de estas mujeres. Y las alimentan de un modo especial para fabricar bebés. Son mujeres especiales que tienen mucha química. Cuando se les sube la química a la cabeza tienen ir al salón de los zánganos.
―¿Qué es eso?
―Los zánganos son los ‘machos reproductores’ y son parecidos a nosotros. Pero ellos no trabajan, solo hace el trabajo de fabricar bebés, que son niños muy pequeños.
―¿Y esos no trabajan?
―No. Se les llama zánganos que es una palabra antigua.
―Si no trabajan, ¿cómo comen? ¿Cómo van a pagar el alquiler del cubículo y la calefacción?
―El estado los alimenta, pues no sirven para otra cosa.
―¿Y que pasa con la balanza comercial?
―Bueno. Ellos están programados para fabricar los futuros trabajadores y trabajadoras. Son seres diferentes a nosotros. Por ejemplo, el apéndice urinario de los zánganos es de grandes dimensiones.
―¿De grandes dimensiones?
―Suelen tenerlo siempre hinchado.
―¿Hinchado?
―Conozco a uno que estuvo en el barrio de los reproductores para reparar una avería eléctrica y vio a los zánganos en un parque. Me contó que estaban allí, paseando al sol como si nada. Y se frotaban con frecuencia el grueso apéndice urinario con la mano por encima de la ropa.
―¡Qué atrevimiento!
―Mi amigo dijo que era algo exagerado. Y que se les notaba mucho el grueso apéndice.
―¿Como es que se le notaba?
―Porque abultaba mucho debajo de la ropa.
―No puedo imaginarme un apéndice tan grande.
―Yo tampoco lo he visto, Johny.
―¿Y como hacen los niños?
―No lo sé, Johny. No conozco a nadie que lo haya visto.
Tras esta revelación quedaron callados durante un rato.
―¿Cómo me vas a ayudar? Preguntó Johny.
―Perdona, Johny. Me quedé dormido.
―Casi me duermo yo también.
―Creo… que sería una buena idea que te ofrecieras como esclavo voluntario para un señor altruista que conozco.
―Pero ya firmé un contrato con HumRes, Fidelio. No veo como puede arreglarse esto. En dos días tengo que presentarme.
―Si aceptas lo que te propongo, tendrás un futuro mejor.
―¿Cómo puede ser eso?
―Es muy sencillo. HumRes es una empresa privada que funciona motivada por el ánimo de lucro. ¿Eso lo entiendes?
―Perfectamente.
―Bien, pero existe gente que vive al otro lado del ánimo de lucro. Estas son las personas altruistas, Johny.
―Personas… altru… istas…
―Supongo que te acuerdas de lo que te dije.
―Sí, me acuerdo.
―Bien. Sir Alex Gloucester Du-Mond es amigo mío y es una persona muy altruista.
―Es muy altruista.
―Eso es. No está motivado por el ánimo de lucro como las empresas privadas. Sir Alex, es un hombre muy rico y solo está motivado por el amor.
―¿El amor?
―Sí, le motiva el amor.
―¿Qué es el amor?
―¡Hum! El amor es… Es difícil de explicar esto. Es una palabra abstracta. Vamos a ver. El amor es… como cuando te comes unas albóndigas de carne con una rica salsa. ¿Has comido albóndigas alguna vez?
―Sí. Estaban muy ricas.
―Bueno, pues el amor es algo tan agradable como las albóndigas en salsa, pero claro, el amor no se refiere solo a las albóndigas. Sino a la interacción entre los seres humanos. A los servicios que se hacen entre ellos.
―No entiendo.
― Ya te dije que es una palabra abstracta. El contacto de la piel, entre dos humanos puede ser placentero. Creo que es una forma de amor.
―¡Oh!
―A medida que la piel se va frotando el placer se hace más intenso. Puede ser tan agradable que las albóndigas y el ‘sweetifruit’.
― ¡Oh! ¿Es cierto?
― No lo sé. Alguien me dijo algo sobre ese asunto. Dijo que era muy agradable. Tanto o más que las albóndigas en salsa.
―¿Cómo es… la vida del esclavo doméstico?
―Pues verás: hay gente rica y altruista a la que le encantan los esclavos. Suelen tener varios en su casa. Y como algunos tienen varias casas repartidas por diversos partes del mundo. En esas casas les conviene tener esclavos porque de este modo la cuidan cuando se ausentan por motivo de sus negocios. De modo que muchos de estos esclavos se pasan la vida solos en esas casas, esperando a que llegue el señor para pasarse unos días. Cuando el señor llega, le dicen palabras amables al esclavo y le acaricia la cara. El señor está contento de ver de nuevo a su esclavo y al ver que tiene la casa limpia.
―Parece bueno. Y ¿la empresa privada?
―La empresa privada es una empresa, generalmente cotiza en bolsa, por lo que debe dar beneficios a los accionistas. En consecuencia, una empresa privada no puede tener parados a sus esclavos porque la inactividad no genera beneficios.
―Ya entiendo. ¿Y de qué se trabaja en una empresa privada?
―Un poco de todo. Te puede alquilar a un restaurante chino o a un sweatshop. Hasta te pueden exportar a Tailandia.
Fidelio hizo una pausa.
― ¿Qué es eso del sweatshop?
―Eso es un taller donde se cose ropa durante horas y horas para una empresa. Según lo mucho que trabajes así serán los beneficios de la empresa propietaria.
― ¡Oh! ¿Y el esclavo que gana?
― El esclavo enriquece su expediente como trabajador y está trabajando bajo techo.
― Qué bien, trabajando bajo techo.
― Pero eso puede ser muy agobiante en los días de calor. Sobre todo cuando apagan el aire acondicionado para ahorrar energía.
― ¿Para ahorrar energía?
― Cada día está más cara la energía, ya sabes.
― Ya.
― También te pueden exportar a Vorkutá. A las infames minas rusas de carbón.
― ¿Por qué?
― Esa gente tiene muy mala suerte. Vikutá está por encima del círculo polar.
― Y ¿eso es malo?
― Es un sitio muy frío Johny. Allí solo envían a los esclavos.
― ¡Oh!
― Te pueden vender para trabajar la cuenca minera de Kolima, en el extremo oriental de Siberia. No existen límites.
― ¿Por qué no hay límites?
― El negocio de los esclavos está globalizado. Se envían a donde más falta hagan.
― ¿Se envían?
― Sí. Los EE.UU. tienen excedentes de esclavos.
―¿Tú que me aconsejas?
―Yo creo que te conviene más ser un esclavo doméstico.
―Si te digo que sí, ¿cómo lo arreglas?
―Puedo llamar ahora mismo a Sir Alex por teléfono.
―¿Tú crees que me querrá con la mala pinta que tengo?
―Te equivocas. La lámpara de rayos UVA te ha dado un resplandor extraordinario. Ahora, tu cuerpo tiene un bello color asalmonado, de modo que pareces varios años más joven.
―¿Varios años más joven?
―Sí. Parece que tuvieras 15 ó 16 años.
―¿Es cierto?
―Levántate y mírate en ese espejo. Verás que lindo color tienes.
Johny se levantó y se miró en el espejo. Vio a un joven con la cara y el cuerpo de un bello color asalmonado. Al verse en el espejo, Johny sonrió por primera vez desde que tuvo la entrevista con el abogado.
―¿Ese soy yo?
―Sí.
―Parezco otro.
―Claro que pareces otro. Casi eres otro.
―Te has puesto tan guapo con este lindo color que Sir Alex estará encantado de comprar tu contrato a HumRes.
―¿Cómo es eso?
―Sir Alex llama por teléfono al gerente de HumRes y se acuerda un precio para comprar tu contrato. Tú firmas un nuevo contrato con Sir Alex, se intercambian copias de los documentos de compraventa por el faxajero y ya está. Los documentos se envían a registrar ante el notario y todo queda arreglado.
―Parece muy sencillo.
―Es muy sencillo. Solo tienes que decir que sí, y todo se arregla en un momento.
―Sí. Dijo Johny sin darse cuenta.
―Pues, ya está todo arreglado.
―Un momento. Tengo mucha hambre. Debería comer algo. Estoy tan débil que me fallarían las piernas debido al hambre.
―No hay problema. Yo te invito a comer y luego llamo por teléfono a Sir Alex.
―¿Tú crees que Sir Alex… aceptará… comprar mi contrato? Preguntó Johny.
―No te preocupes, Johny. Te han sentado muy bien los rayos UVA.
―¿Es cierto?
―No hay duda. Además, le gustan los esclavos jóvenes.
―¡Oh!
―Tienes que ir a la ducha, Johny. Tienes que limpiarte la crema protectora para que luzca mejor la piel.
―¿A la ducha?
Fidelio presionó un botón y se abrió una puerta en la pared mostrando un ‘cubi’muy estrecho para ducharse una persona. Fidelio le señaló con la mano para que entrara.
Johny entró en este espacio y detrás entró Fidelio. Los cuerpos ahora estaban en contacto, era algo totalmente increíble y esto le dejó casi sin aliento.
―Tenemos que ducharnos los dos a la vez, Johny, o la cuenta del agua se me sube a la estratosfera. ―Dijo Fidelio para explicar aquella proximidad tan turbadora.
―¿Esta ducha tiene corte automático de flujo?
―Todas lo tienen, Johny. Pero aquí puedes pedir dos dosis de agua e incluso tres. Aunque no lo vamos a hacer porque el precio sube mucho.
Johny sintió por detrás el cuerpo de Fidelio y esto le provocó un gran nerviosismo. Su corazón empezó a palpitar fuertemente. Alguna vez había tropezado con alguien, y esto era muy desagradable, pero nunca en su vida había sentido el contacto con otro ser humano sin la protección aislante del vestido. Esto estaba provocando una terrible tormenta eléctrica en su mente que hacía temblar todo su cuerpo. Johny se sintió muy turbado por el efecto de tanta electricidad. Le habían ocurrido tantas cosas desde que presentaron la denuncia contra él que estaba desorientado. Y ahora, esta tormenta de electricidad le tenía totalmente aturdido.
Fidelio apretó una palanca y empezó a salir un inmenso chorro de espuma caliente. Sin decir una palabra, Fidelio empezó a frotar su piel con aquella espuma. Pronto dejó de salir espuma y Fidelio se puso a extender parte de la espuma por el cuerpo de Johny.
Debido al efecto de la espuma, Fidelio estaba jadeando y su corazón parecía desbocado. Johny percibía los latidos de su corazón y empezó a caerse. Fidelio se dio cuenta y sostuvo a Johny cogiéndolo por los sobacos.
―Voy a pedir el agua, Johny. Tenemos que aprovecharla bien. No me atrevo a pedir una segunda dosis.
Fidelio pulsó el mando del agua caliente que se empezó a llover gratamente sobre ellos durante cuarenta y cinco segundos. Se pusieron como locos a quitarse la espuma hasta que se acabó el agua.
Luego un chorro de aire caliente poderoso empezó a secarlos. Luego el dispensador lanzó una niebla húmeda sobre el pelo y se pasaron un cepillo para peinarlo.
Salieron de la ducha y se miraron en un gran espejo. Fidelio se miraba y movía los brazos como si estuviera haciendo gimnasia.
―¿Te ha gustado la experiencia del parlatorio, John?
―Sí. Ha sido electrizante.
―Me alegro, Johny. Mírate en el espejo. Estás tan guapo que pareces otra persona.
―Es verdad, Dijo Johny mirando su imagen.
―Ya no pareces un hombre que se ha declarado culpable.
―Es cierto. Dijo Johny sonriente.
―Tenemos que salir pronto de esta sala. Ya hemos gastado mucho.
―Cuanto has hecho por mí, Fidelio. Siento de verdad que me aprecias.
―Claro que te aprecio. Pero, nunca me acerqué a ti.
―¿Por qué?
―Sabes que no están bien vistos los contactos humanos. Solo podía contactar contigo por el olfato. Tú tenías un buen olor.
―¡Oh! Gracias.· ―Dijo Johny.
―Tenemos que salir pronto de aquí. ―Dijo Fidelio.
Salieron a la sala de espera y los ‘parlatines’ los miraron con curiosidad pues habían pasado demasiado tiempo solos en la cámara.